De una pieza


Esculpir una estatua sobre un bloque de piedra es tarea laboriosa e intrincada. Suele tener la piedra, depende de cuál, vetas más duras, partes más blandas, y el escoplo puede resbalar sobre las primeras o hendir en exceso las segundas. Es por ello que no salen dos estatuas iguales talladas a mano sobre piedra.

No sé si será porque la vida es dura como una piedra, pero las personas salimos así: no hay dos exactamente iguales. Tiene por ello más mérito cuando una estatua -una vida- sale magnífica, esplendorosa, con cada detalle del rostro certeramente modelado, con vida en esa mirada que debería ser fría y vacua.

Jacinta Perela era así: espléndida, tres veces más alta que lo que el metro decía de su estatura. En sus espaldas cabía un mundo de historias y en su boca un enorme catálogo de silencios. En sus ojos, casi azules, la sorna de quien está de vuelta de casi todas las cosas.

Tras las espaldas, la sonrisa y la mirada de esa mujer de casi 99 años, hay tres hijas y un hijo, seis nietas y tres nietos, tres biznietas y cuatro biznietos. No sería exagerado decir que a casi todos los crió o ayudó a criar ella sola.

¿Quién teme al miedo? Abandonada por su marido, que tuvo a bien emigrar a Luxemburgo porque así se lo había jugado con unos amigos, tuvo que hacer frente, ella sola, a cuatro vástagos. No se arredró porque, todo hay que decirlo, la generación de Jacinta no era muy de arredrarse. Y dentro de su generación, las mujeres menos aún. Alquilar un local en el que instalar una pequeña tienda de comestibles fue la mejor solución que encontró, después de deslomarse limpiando casas y colegios de monjas. Y sacó a los cuatro adelante. Naturalmente que los sacó.

Y los vástagos crecieron y se multiplicaron. ¡Vaya si se multiplicaron! Ahí tienen esos nueve nietos y nietas, a quienes atendió, ya como abuela, facilitando la vida de sus hijos e hijas. Creó una familia a base de ser el centro del universo, la siempre atenta a todo, la que se preocupa hasta por lo que otros no saben que hay que preocuparse. El resultado es que hasta hace muy poco su cumpleaños daba lugar a multitudinarias reuniones familiares a las que se añadían suegros y suegras y sus correspondientes familias.

La razón es obvia: quien más, quien menos, después de haberla conocido no nos ha quedado más remedio que admirarla. Lejos del cliché de la suegra odiosa, quien esto escribe hace tiempo que la mira como la  mujer más importante que he conocido. Una persona de una pieza, pero sobre todo una  mujer de una pieza.

Descansa en paz, Jacinta Perela, y perdona que muchos de nosotros, al menos yo, no hayamos sabido alcanzar tu estatura, tres veces la que el metro te medía.

Comentarios

john ha dicho que…
was interesting .