Estado del bienestar

 


Ayer cumplí 65 años. No fue una fecha importante por eso en sí mismo. Lo fue porque esa edad me ha abierto la puerta de una jubilación decente (sin más, pero decente al fin y al cabo). Hoy, siete de enero de 2021, ha comenzado ya ese periodo de jubilación, según atestigua el hermoso correo electrónico recibido de la Seguridad Social, en el que además tienen el detalle de notificarme el importe de la pensión correspondiente.

Ayer, que fue cuando recibí ese correo, fue un día sensacional. Me lo pasé, además de en muy agradable compañía de mi ex y de mi hijo para comer para celebrar el cumpleaños, disfrutando con una sensación que, exceptuando el corto periodo de tiempo en que fui concejal y cobré un sueldo digno por ello, ya no recordaba desde unos doce años atrás: la de no sentirme preocupado por mi situación económica. La de saber que podré enfrentarme a situaciones complicadas, a imprevistos (dentro de un orden, claro está) sin preocupación.

Tan poderosa fue la sensación que me descubrí a mí mismo sonriendo interiormente como no suelo hacerlo nunca, cada vez que algún pensamiento molesto me aterrizaba en la cabeza. Era algo así como "¡vaya, los fachas paletos seguidores de Trump en Estados Unidos han asaltado el Capitolio!... pero yo voy a tener mi pensión y no voy a tener que preocuparme de si estaré o no en disposición de hacer frente a los retos normales de la vida, porque sí que lo estaré". Y me salía esa sonrisa interior.

Al cabo del día, después de experimentar varias veces ese estado de ánimo, caí en la cuenta de lo que es el Estado del bienestar. Me gusta decir a mis amigos, en tono de broma y en plan 'épater le bourgeois', que una pensión de jubilación es el sueño dorado: cobrar por no trabajar. Y el tono es de broma, pero el fondo, no.

Se trata de acceder a un estatus en el que, tras cuarenta y tantos años trabajando y cotizando, uno puede dedicarse a disfrutar de la vida. Sin alharacas, pero a disfrutarla.

Es la antítesis de la máxima que nos han inculcado desde el catolicismo como un mantra que tan bien les ha resultado a los dueños de los medios de producción: "la vida es trabajar y trabajar". Y te lo decían de una manera que parecía que hasta era bueno, era un poquito glorioso, incluso. La máxima podía ser repetida sin pudor alguno por el dueño de un negocio que tras una "arriesgada inversión" fruto de un préstamo pedido en época de bonanza a un banco, abrió dicho negocio y contrató a gente para que trabajase en él. Y el dueño se apresuró a comprarse, con los primeros beneficios cuantiosos, un chalet y un Mercedes. Y cuando llegaron las vacas flacas, cerró el negocio a las primeras de cambio, dejó a sus trabajadores en la calle, se declaró insolvente ante el banco y se dedicó a disfrutar de los beneficios obtenidos durante su actividad, protegido por una considerable colección de bienes puestos, todos ellos, a nombre de terceros.

¿Tópico? Probablemente. Soy consciente de la cantidad de pequeños negocios en los que sus dueños han currado como el que más e incluso puede que hayan llegado a apretarse el cinturón más aún que sus empleados, para darles a éstos un margen mayor de tiempo antes de capear el temporal o de hundirse por la tormenta. Pero no estoy intentando hacer una estadística. Estoy intentando realizar una parábola, que es una figura que no tiene por qué ser propiedad exclusiva de los dioses, ni siquiera de unos supuestos hijos de dioses.

En esa parábola, la lección que se extrae es que no importa cuánto trabajes para otros, porque al final, si no hay un Estado del bienestar que recoja tus anhelos (aunque sea raspando) y te garantice una luz al final del túnel, tu destino no sólo va a ser trabajar y trabajar, sino ser pobre y ser pobre. Preocuparte por poder pagar la factura de la luz y no dormir porque no acabas de ver la manera de garantizarlo.

Un Estado del bienestar decente debería velar para que no hubiera nadie que no durmiese por razones similares a esa. En España, evidentemente, no tenemos un auténtico Estado del bienestar, si nos atenemos a una prueba del algodón como la que he propuesto. Tampoco creo que lo tengan en muchos otros países con más poderío económico, porque lo importante para levantar un Estado del bienestar decente no es tanto disponer de una economía potente, sino que la gente que necesita disfrutarlo haya sabido construirlo y (más importante aún) defenderlo.

Pero incluso con este nivel ramplón de Estado del bienestar que tenemos, lo cierto es que hay pruebas evidentes de que disfrutamos de uno.

Y, más importante aún (disculpen el egoísmo), yo voy a disfrutar de ese Estado del bienestar. Al menos mientras que la infame combinación de una patronal insaciable, una socialdemocracia pusilánime, un ejército golpista y una banda de fachas paletos, no consiga doblegar la capacidad de resistencia de la parte de la sociedad que, aun siendo minoritaria, ejerce, sin saberlo, un papel de dirección de masas por el simple hecho de decidirse a reivindicar, a decir ¡basta! ante los atropellos, a volver una y otra vez a plantear lo necesario de manera... cabezota.

La libertad pierde significado si se reduce a un concepto abstracto. No existe verdadera libertad si las necesidades básicas no están cubiertas. Que uno pueda (relativamente) gritar su desesperación o su protesta, no le hace a uno libre. Le hace chillón. La verdadera libertad, como bien sabían los clásicos de la política, nace de ver cubiertas tus necesidades básicas.

Tras casi una década de no dormir pensando en cómo pagar la luz o hacer la compra el mes siguiente, bienvenido a su trocito de Estado del bienestar, don Antonio Flórez.

Comentarios

Mi nombre es Mucha ha dicho que…
Maravillosa declaración de vida te felicito abrazos desde Miami