De interiores y exteriores. En memoria de Carlos Slepoy

Cuánto puede engañar el ojo y el  oído humanos. Quien mirase a Carlos Slepoy, especialmente en los últimos años, sin la prevención de esa advertencia, vería seguramente a un ser humano débil, postrado primero en su silla de ruedas, pero capaz de controlar el resto de su vida; después, apenas capaz de controlar su propia expresión; por último, sumido en una existencia mínima. Grave error de apreciación.

Ese ser humano mucho más grande que su pequeña estatura había pasado por centros de detención y tortura famosos pero infames, en su Argentina natal, durante la dictadura de Videla. Había soportado cosas que pocos soportan y había sobrevivido, pero no para ocultarse en el último rincón del mundo, temeroso de que las pesadillas volvieran a convertirse en realidad. Al contrario, exiliado ya en España había tomado las riendas de un trabajo tenaz y muchas veces penoso por la difícil obtención de resultados positivos: lidiar con los jueces españoles (difícil hablar de Justicia en este país) para reivindicar la memoria de las víctimas del genocidio franquista en toda su extensión temporal. Fue el principal impulsor de la conocida como Querella Argentina, un recurso legal gracias al cual, reivindicando los múltiples dictámenes de comisiones de la ONU y el parecer de juristas internacionales, se puso en manos de una juez que sí quiso entender del asunto (la argentina María Servini) la investigación y procesamiento de los autores de esos crímenes del franquismo.

Trabajo de titanes, no les quepa duda. Muchos jueces españoles le deben mucho al franquismo. Su puesto de origen, sin ir más lejos. El que les facilitó después acceder a magistraturas más altas. No se trataba, pues, de lidiar con personas más o menos conservadoras, pero honestas. Se trataba de lidiar con personas con intereses propios en la materia.

Y Carlos Slepoy lidió con ellos. Azuzó su inmensa voluntad, arma poderosa donde las haya, contra los perros del olvido. Y cosechó muchas derrotas, pero también algunas victorias. Y esas victorias valen lo que no valen mil olvidos. Así pues, nadie diga que Carlos Slepoy era una persona débil. Quizás su exterior así lo aparentaba, pero su interior era muy distinto. Hoy mismo ha muerto, porque hasta el más fuerte tiene su fin, y sólo queda llorar por su ausencia.

Pero triste y desolado sería aquel que olvidase a Carlos, aun sin haberle conocido personalmente. A tamaña fuerza y a tamaña persona no se la puede olvidar porque en cada ocasión en que el olvido quiere extender su manto de silencio sobre él, el recuerdo de tantos seres queridos a los que defendió y reivindicó se encargará de hacer sonar mil gritos y levantar mil banderas. Tantas voces recordarán a Carlos Slepoy como quejidos mudos hay en las cunetas argentinas y españolas.

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