La ira vacía

Inquietante, pero interesante, sentimiento el de la ira. Para ser sincero y políticamente incorrecto, la ira es una emoción tan natural como el amor. No deberíamos renegar de ella tan fácilmente como lo hacemos, porque quien más y quien menos habrá experimentado el enorme poder curativo de la ira en según qué ocasiones.

Por introducir algo de humor en tan severa reflexión, quién no ha jurado en arameo ante la imposibilidad de armar uno de esos puzzles madereros que nos colocan bajo el eufemismo de "mueble" y que en realidad no pasa de ser una caja con tablones, tornillos y un plano. Es la ira que aflora. Por ponerme más serio, quién no ha deseado el mayor mal del mundo a ciertos elementos de uniforme al ver lo que hacen a unos pobres y pacíficos manifestantes. Es la ira, claro está.

Sin embargo, hay que reconocer que hay iras e iras. Está la ira que podríamos tildar de justa y que, al menos según los cristianos más tradicionales, nos acerca a Dios. A la ira de Dios, en concreto. La ira justa se produce ocasionalmente, en momentos en que observamos una conducta inaceptable, de las que ofenden nuestro sentido del pudor y de la vergüenza. Y está la ira continua, la iracundia, mejor.

La iracundia es un estado de ira permanente. Afecta a determinado tipo de personas que, por lo general, se sienten frustradas. Que la causa de su frustración sea aceptable o no es cosa de cada cual, porque nadie es nadie para juzgar el estado mental de los demás. El iracundo, o la iracunda, sueltan su adrenalina con una frecuencia que llama la atención del común de los mortales, y suele llegar un momento en que sale a la luz por motivos no siempre muy comprensibles.

En política (que es a donde quería yo llegar), la iracundia suele tener que ver con la incapacidad para resolver situaciones. Las que sean. Pongo un ejemplo: un partido quiere presentarse a las elecciones, realiza tarde las gestiones necesarias para legalizar su candidatura, llega fuera de plazo a las fechas reglamentadas y facilita que una Junta Electoral le deniegue la inscripción de su candidatura. Asciende la ira, sale a flor de piel. Parafraseando a Miguel Hernández, se convierte en la ira que no cesa.

A mí personalmente me parece normal que ocurra en una situación así, e incluso es necesario aceptar cierto nivel de ira durante cierta cantidad de tiempo. Lo que ya no es tan normal es que la ira se reconvierta en remedo de política. Que la política se pretenda sustituir con furibundas diatribas contra todo el mundo. Éste partido es repudiable porque ha llegado a un pacto con aquel otro. El de más allá lo es también porque no es suficientemente crítico con el primero y se hace demasiado amigo del segundo. Todos ellos son deleznables porque... en realidad, porque son OTROS partidos.

La iracundia suele pasarse o bien cuando se ve que los demás resultan indiferentes a ella, o bien cuando no se obtiene con ella el resultado deseado. Seguro que a la vuelta de cuatro años, con una nueva convocatoria electoral por medio y con una más correcta planificación de las gestiones a realizar, un partido como el del ejemplo logrará presentarse y, quizás, obtener representantes. Y entonces la iracundia se transformará como por arte de magia en una dialogante postura que hará ver la conveniencia de tal o cual pacto, de tal o cual acuerdo.

Será entonces cuando se pueda renunciar a la ira. Y será tanto más fácil hacerlo cuanto más inconsistentes sean los motivos que la han producido. Hay iras e iras, claro que sí. Las peores son las iras vacías.

Comentarios

Antonio Flórez ha dicho que…
Muchas gracias Vicente. Y sí, me ha gustado, y mucho