No me cogerán vivo...
No me encuentro el cuello de la camisa. El susto me tiene acongojado y me está creando una neurosis caballar que me ha llevado esta mañana a salir a la calle vestido no muy convenientemente: gabardina con el cuello subido, sombrero y gafas oscuras. Al llevar debajo sólo un bañador (producto del despiste que me produce la neurosis) porque iba camino de la playa, la facha ha debido ser como mínimo llamativa. Seiscientos metros de paseo marítimo hasta el borde de la arena vestido de esa guisa.
Ya en la playa, no me ha calmado en absoluto el hecho de encontrarme sin persona alguna a cien metros a la redonda (he salido a las siete de la mañana, para mayor seguridad) y he agradecido la previsión de la gabardina cuando un ligero chubasco ha comenzado a caer mansamente sobre la arena. Los tres empleados del servicio de limpieza me han mirado repetidas veces con no mucho disimulo, lo que ha agravado significativamente mi estado de ansiedad.
Pasó el chubaso, pero se mantuvieron las nubes tras los primeros momentos de sol que el día había ofrecido (bien dice el refrán aquello de "sol madrugador y cura callejero, ni el sol durará mucho ni el cura será bueno"), por lo cual he levantado el campamento y me he dirigido al chiringuito de la playa. Las miradas medio de extrañeza, medio de burla, han proliferado y yo sentía que mis ojos se me salían de las órbitas cuando el camarero se ha aproximado y, en perfecto gallego, me ha preguntado si quería un chocolate calentito. Me ha parecido una sugerencia muy acertada y me he apresurado a darle el visto bueno, con el añadido de una docena de porras, pero me he quedado rumiando lo extraño de ese acento y pensando si podría tratarse de un espía portugués disfrazado de camarero gallego, hasta que me he percatado de que en Finisterre no es extraordinario que los camareros tengan acento gallego, siendo mucho más extraño que lo tengan occitano, pongamos por caso.
Sin duda debido a mis esfuerzos por denotar la mas absoluta calma y normalidad, los camareros y los poquísimo clientes presentes en el establecimiento han ido apartando sus miradas de mí, lo que me ha permitido atemperar mi acaloramiento gracias a una hábil acción de desanudar el cinturón de la gabardina y entreabrirla. De la que ha comenzado a correr el aire fresco por la tripa y los muslos, he comenzado a sentirme mejor, pero se me ha estropeado el momento cuando una madre con tres niños, dos de ellos de muy corta edad, han llegado al bar y se han sentado en una mesa cercana a la mía. Por una involuntaria torpeza mía, estos dos niños han conseguido acercarse a mi persona sin que me percatara de ello, de forma que, al ver mi atuendo, se han creído en el derecho (¡malditos niños!) de inspeccionarlo más de cerca. La posición en que han quedado, semiarrodillados delante de mi mesa y observando las interioridades que la gabardina ocultaba, ha hecho que la madre, al fijarse en ello, diese un grito histérico que a poco hace que me caiga de la silla. Los camareros, en ese momento atentos a sus quehaceres quinielísticos, se han girado raudos y veloces y han visto una estampa que han evaluado incorrectamente, al igual que la madre.
Alertados por las apariencias, se han dirigido a mí con cara de pocos amigos, sin que contribuyera a hacerles cambiar de intención mis reiteradas protestas de inocencia y mis intentos de explicar correctamente la situación. En vista de la poca disposición al diálogo educado que denotaban los camareros y la madre (sin olvidar a las bestezuelas, que, adrenalinizadas por los gritos de la madre, han creído que se les ponía en peligro cuando, en puridad, eran ellos los que me ponían en peligro a mí). Sin más dilación me he levantado y he echado a correr.
La acción no ha sido la más afortunada, a pesar de parecerlo en aquel momento. La interpretación que mis perseguidores han hecho de mi huida ha sido la esperable: que yo era culpable. Dada mi vestimenta, en aquel momento más llamativa aún por ir los faldones de la gabardina ondeando al vinto en plena carrera, los camareros (que eran ya, a esas alturas, los únicos que continuaban la persecución, quizás motivados por que me había ido sin pagar la consumición encargada) han encontrado escasa dificultad en llamar la atención de otros transeúntes, que ya para entonces se habían hecho más numerosos.
Mi desconocimiento del trazado urbano de la muy noble (supongo, elemento no constatado) villa de Fisterra me ha jugado una previsible mala pasada, de forma que he terminado encaminando mis zancadas hacia la sede del Ayuntamiento. En la puerta de la misma, dos agentes de la policía local se han percatado de la persecución y, rápidos como centellas, se han abalanzado sobre mí. Yo he sorteado con habilidad al primer guardia, pero nada he podido hacer con la enorme mole de ciento veinte kilos que el segundo me ha echado encima. Atrapado ignominiosamente, he hecho mi nada triunfal entrada en el cuartelillo de la policía municipal a eso de las once de la mañana.
Una vez allí, esperaba que se presentase inmediatamente algún sujeto de incierta catadura que me intentaría sonsacar la información sensible de que yo pudiera disponer, y me puse a hacer ejercicios mentales de resistencia a la tortura, convencido de la indiferencia con que el sujeto recibiría mis protestas de incocencia. Esta situación de tortura psicológica se ha visto dulcificada por la presencia en la pared del calabozo de un calendario muy antiguo (del año sesenta y tantos, que ya ni se leía bien la fecha) con la plantilla del Real Madrid "Yeyé", el de la quinta Copa de Europa. He podido así pasar un buen rato rememorando las figuras de aquella alineación histórica: Betancort; Calpe, De Felipe, Sanchís; Pirri, Zoco; Serena, Amancio, Grosso, Velázquez y Gento.
Pero todo lo bueno acaba pronto, y cuando el reloj marcaba ya las doce y media (para mi sorpresa, no me habían quitado el aparato, lo que me hizo tomar nota mentalmente de lo farfollas que son los escritores de novelas de espías), a esa hora, decía, se ha personado un solo agente (¡dios mío, qué falta de seguridad por su parte!: yo podría haber sido un peligroso espía con licencia para matar) que me ha conducido a un despacho donde aguardaban varias personas, entre ella dos números de la Guardia Civil. Esto me ratificó plenamente en mis temores de que sería conducido a alguna prisión de máxima seguridad en la que las descargas eléctricas, las drogas y otros métodos por mí desconocidos, darían buena cuenta de mi recién estrenada disposición a soportar la tortura.
Una de las personas vestidas de civil, que se ha presentado como inspector del Cuerpo, se ha dirigido a mí en tono más bien ofensivo, tratándome de pervertido y otras lindezas que la modestia me impiden reproducir. Yo al principio he querido explicar la casualidad que ha provocado situación tan embarazosa y me he esmerado en narrar mi absoluta inocencia, no ya en relación con la pueril acusación de exhibicionismo que pretendían imputarme, sino respecto a la verdadera que, sin duda, se sacarían de la manga de un momento a otro: la de espionaje a favor de Rusia.
La explicación (lo he notado claramente, no había posibilida de enmascarar sus sentimientos) ha hecho mella en el inspector, que ha tardado unos segundos en responder, y ello no sin antes intercambiar significativas miradas con los guardias civiles. La reacción inmediata ha sido un poco violenta por su parte porque, precedido de una agria reconvención por querer reirme de él (las palabras exactas creo que han sido: "te vas a reir de tu padre, pedazo de cabrón", que no me han terminado de parecer muy adecuadas, la verdad), me ha soltado un bofetón que me ha hecho tambalear.
Avisado yo sobre la natural propensión al trato violento que los agentes metidos en el espionaje tienen respecto a sus peligrosos enemigos, no se lo he tomado en cuenta y he insistido en mis explicaciones, hasta que uno de los policías municipales que asistían impertérritos al hábil interrogatorio, ha cogido mi carnet de identidad (que yo llevo siempre vaya a donde vaya, incluida la playa) y ha llamado la ate´nción del inspector:
- Oiga, inspector, ¿ha visto cómo se llama este tío?
- ¿Cómo se llama?
- Flórez
- Bueno, y qué...
- ¿Pues que no es el apellido del espía ese que han descubierto los del servicio de espionaje?
- ¿Qué espionaje?
- Sí, hombre, los de CNI
- ¡Ah, los del CNI! Esos son unos gilipollas...
- Y que lo diga. Pues han descubierto que tenían un agente doble metido desde hacía no sé cuántos años. Y se apellida Flórez, igual que éste.
- Hombre, no creo yo...
- Y yo tampoco, pero por mirar a ver...
Total, que me han sacado de allí y me han llevado otra vez al calabozo. No sé qué averiguaciones habrán estado haciendo, pero al cabo de un rato han aparecido dos municipales en la celda y me han sacado de ella con cara de sorna. Me han llevado al despacho de la primera vez y allí me ha vuelto a hablar el inspector de la Guardia Civil, que tenía también un tonillo de guasa bastante indignante.
- ¿Así que te falta un tornillo, chalao?
- Oiga, un respeto, que yo no...
- ¡Tú eres un grillao que te has montado una película a base de espías, que no quieras ver!
- No, si yo ya sé que no lo soy, pero ya me he dado cuenta de que al coincidir en un apellido no muy frecuente, pues... que igual ustedes pensaban que sí.
- Claro, como que somos tontos
- Hombre...
- ¿Hombre, qué?
- No, nada, nada...
- Bueno, ¿y lo de la gabardina?
- Pues para que no me viese nadie.
- Ya, pues te has lucido. Anda vete para casa, que a la madre la hemos convencido de que eres un pobre hombre y ha retirado la denuncia.
- Pues muchas gracias, señor inspector...
- No hay de qué, hombre, no hay de qué.
Me han devuelto la documentación y me han puesto en la calle de nuevo, donde la sensación de estar vigilado se ha hecho mayor aún que antes.
Se creen muy listos haciéndome el viejo truco de ponerme en libertad para luego seguirme hasta que les revele mis contactos y escondites.
No lo conseguirán. ¡No saben con quién han dado...!
Comentarios
Un saludo.
Pienseselo.
Conteste con precaución que este blog está intervenido por el CNI y como castigo le pueden mandar a espiar a Groelandia, donde además de la gabardina necesitará algún jersey.
Salud y República
(No conocía yo ese refrán del sol y los curas)
Un beso.
Muy bueno
Los que lean esto, afortunadamente espero que pocos, pensarán que no tiene ningún sentido, algo así como si un agente doble español espíara en Perú para Rusia. más o menos.
Gracias por la comparación, no aspiro (aunque sí barro) a tanto.
Un saludo.