Muerte dulce

He seguido desde hace bastante tiempo el caso de Inmaculada Echevarría, la mujer ingresada en un hospital granadino aquejada de una enfermedad degenerativa e incurable hoy por hoy, que le impedía realizar sus funciones más elementales. Cuando el Servicio de Salud de la Junta de Andalucía decidió que era legal y de recibo la petición de Inmaculada -que le quitasen el sistema de respiración artificial que la mantenía trágicamente viva-, sentí un gran alivio. Razones personales tenía para ello, porque concidía el momento con otro que yo estaba pasando en que veía de cerca las espantosas posibilidades que se cernían sobre alguien muy querido para mí.

En el caso de ese ser querido mío, prácticamente no se enteró de nada en el momento de su muerte, y ésa fue la suerte que tuvo ella y que tuvimos quienes estábamos a su alrededor. En el caso de Inmaculada, el final también puede calificarse de afortunado, por muy aparentemente contradictorio que sea ese adjetivo cuando se habla de alguien que acaba de morir.

Pero es que, más allá de la dignidad humana con la que ha muerto y otros términos que pueden resultar rimbombantes, lo que se me queda en la retina son esas líneas de periódico en que se narra la muerte de esta persona acompañada por las personas que ella ha deseado que estuvieran presentes. En paz dentro de los límites de la forma de muerte consustancial a la falta de respiración, pero en paz al fin y al cabo. Se puede decir que nadie ha sufrido.

¿Qué importa la consideración legal que podamos tener respecto a la vida, cuando la propia vida se ha quedado sin alas? ¿Por qué liar la madeja y obligar a morir entre dolores y sufrimiento a personas que podrían hacerlo como lo ha conseguido Inmaculada?

Dejennos morir en paz.

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