¿Trotsky?

 

Así, con interrogantes en su nombre de guerra, quiero referirme a León Trotsky -utilicemos, pues, el alias por el que fue mundialmente conocido-. La razón es que me pregunto si tiene sentido recordar a Trotsky. Y más aún, si tiene sentido reivindicarse como trotskista hoy, en pleno 2020.

Trotsky vivió, como tantos otros, una de las mayores aventuras políticas de toda la historia de la humanidad, la Revolución Rusa. Organizar las cosas para sacar a un pueblo de un yugo más que probado, de un estado de esclavitud odioso e incluso, ya en su época, anacrónico. Organizar la vida de millones de personas necesariamente incultas, en su inmensa mayoría analfabetas, tremendamente pobres y maltratadas no sólo por esa esclavitud, sino por una guerra en la que habían sido sacrificados ellas y sus hijos. Cumplir, tragándose todo lo tragable, el compromiso adquirido con esas masas de trabajadores y soldados de acabar con la guerra contra Alemania. Hacer frente, de manera inmediatamente posterior, a una guerra organizada por Inglaterra y demás potencias europeas, con la colaboración de los residuos de un ejército ruso añorante del Señor de Todas las Rusias.

A eso es a lo que llamo la mayor aventura de todos los tiempos.

Las soluciones que Trotsky, Lenin y el resto de dirigentes de aquella revolución encontraron para enfrentarse a ese reto, fueron polémicas, en muchos casos (la mayoría) improvisadas. No podía ser de otra forma porque ¿quién había tenido en sus manos un artefacto tan complejo y, al mismo tiempo, tan destrozado? ¿Cómo se recompone un mecanismo dañado hasta tal punto, sin caer en los mismos vicios que lo convirtieron casi en chatarra?

No me detendré en esas soluciones ni en las consecuencias que trajeron consigo. Ni en las que resultaron acertadas ni en las que devinieron en fracaso. Sólo quien hace las cosas puede equivocarse. El resto, tanto los dirigentes políticos rusos de la época como los de fuera de Rusia, en Europa o en Estados Unidos, llevaban tiempo mirando cómo pasaba por delante de sus ojos la Historia, sin atreverse a agarrarla por algún lado.

Pero Trotsky alcanzó (probablemente muy a su pesar) un estatus que ningún otro dirigente bolchevique rozó siquiera: el de mito. Stalin fue un bruto criminal con menos luces políticas que una bombilla fundida, se elevó a sí mismo a la categoría de Dios, de Amo de aquellas tierras en sustitución de aquel zar que le había perseguido, haciendo bueno el dicho de que no hay peor tirano que un esclavo con un látigo en la mano. Pero no fue realmente un mito, sino simplemente un Jefe al que hay que temer porque, de no hacerlo, te hará desaparecer.

Lenin, máximo aspirante a la categoría aparte de Trotsky, reunió en su figura demasiados elementos favorables y demasiado pocos adversos. Huyó a Europa y desde la lejanía se empeñó en inundar de escritos a sus compañeros revolucionarios en Rusia. Llegado el momento, tuvo el olfato, ciertamente, de abandonar la cómoda Suiza y trasladarse justo a tiempo a un San Petersburgo en plena ebullición. Se hizo con las riendas del pequeño grupo de revolucionarios que le seguían allí y comenzó a lanzar consignas que, mire usted por dónde, agarraban el toro por los cuernos en un momento en que todo el mundo procuraba irse por la tangente. Incitó el golpe que en octubre de 1917 acabó con el gobierno provisional y con la tiranía zarista. Nadie le niega el liderazgo político, pero ¿cuántas veces puso manos a la obra él, personalmente?

En cambio, Trotsky fue un intelectual brillante (bastante más que Lenin, desde luego, y más polifacético), pero también fue la persona que dirigía el soviet de San Petersburgo en el momento de comenzar la revolución. Fue después quien asumió el ingrato papel de acudir encabezando la delegación soviética a Brest-Litovsk para firmar una paz con Alemania que tenía todo el aspecto de una rendición, pero que daba por concluida la guerra en la que tantos rusos habían muerto y en la que iban a seguir muriendo de no aceptar aquellas condiciones leoninas.

Trotsky, finalmente, fue quien, una vez iniciada la intervención armada extranjera en la Unión Soviética, se encargó, muy personalmente, de estructurar un ejército desestructurado y mal armado, como el ruso, hasta convertirlo en una máquina militarmente eficiente hasta el punto de derrotar aquella intervención armada. Creó el Ejército Rojo y lo dirigió hasta la victoria sobre la injerencia.

Ninguna de esas cosas le convirtieron en mito, sin embargo.

Fue la persecución sufrida a manos de Stalin y, más aún, la justicia de las críticas que le valieron esa persecución, las que le elevaron a la categoría de mito. Fue su decisión de aceptar el exilio y la persecución mortal antes que plegarse a la burda construcción pseudomarxista elaborada por Stalin bajo el nombre de 'Socialismo en un solo país'. Fue la combatividad que demostró, intelectual y vitalmente, durante ese exilio. Ese no darse por vencido, ese llamar a mil puertas, debatir con mil oponentes, escribir (con acierto unas veces y sin él otras) sobre lo divino y lo humano. Fue su naturaleza curiosa que le empujaba a convertirse en un revolucionario universal no sólo en el sentido geográfico, sino también en el temático. Debatía con artistas, con escritores, con filósofos... Y todo lo hacía mientras una fuerza oscura pero muy poderosa le perseguía con ánimos asesinos.

Y, claro, fue también su asesinato.

Hace unos días se cumplió el 80 aniversario del mismo, y vuelvo a la pregunta inicial: ¿tiene sentido hoy recordar a Trotsky? Cuando alguien se convierte en mito, es del mito de quien te acuerdas, no del ser humano con sus aciertos y errores. Y Trotsky representa, hoy igual que hace 80 años, una pelea esencial por la justicia social, librándola del estigma del despotismo y la tiranía que caracterizaron lamentablemente a los sistemas conocidos como comunistas durante todo el siglo XX. Claro que tiene sentido recordar a Trotsky, pues.

¿Y reivindicar el trotskismo? Es más dudoso. Por trotskismo pueden entenderse dos cosas: la defensa a ultranza de un conjunto de textos y recetas políticas elaboradas por Trotsky entre 1929 y 1940; o bien la defensa de una forma de entender el marxismo y la revolución, basada esencialmente en la atención a la realidad material de cada momento y a las formas posibles y más convenientes de abordarla para revertirla.

Una persona como Lev Dadidovich Bronstein, que en la época en que vivió encontró en el marxismo y en los postulados básicos del mismo una vía adecuada para combatir el tipo de sociedad que Rusia y el mundo de entonces conocían; una persona que siempre buscó analizar con precisión esa realidad para encontrar los mecanismos básicos de su funcionamiento y que siempre estuvo dispuesta a darlo todo (hasta su vida, finalmente) por ello; alguien dispuesto a oponerse a la mayoría del momento, por muy brutal que esa mayoría esté dispuesta a ser; una persona así crea escuela. En ese sentido, también creo que cualquiera tiene todo el derecho a reivindicarse como trotskista. Hoy, en agosto de 2020.

Si yo no me considero trotskista es bien a mi pesar. Simplemente porque de todos esos ingredientes mencionados, me falla el de las fuerzas para seguir siendo un militante dispuesto a seguir sacrificándolo todo. Es muy humano, pero también me aparta de lo que entiendo por trotskismo.

Que cada cual se juzgue a sí mismo.

Comentarios

Recomenzar ha dicho que…
Un placer el haberte hallado
me gusta tu estilo de letras
Te dejo un abrazo
desde mi bella ciudad
Miami