Incluso a la roca la desgasta el mar


Hay gente que dice marxistas y en su decir hay ira y odio. Hay otra gente, también, que ni sí ni no. Que ni le importa mucho lo que es ser marxista ni, por supuesto, se ha parado a pensar realmente qué lleva eso consigo.

Hay otra gente más que al decirlo se incluye a sí misma y quizás le sobran chapas y pegatinas, libros mal leídos y soflamas en la cartera y en esa especie de libro lleno de banalidades que se llama Facebook.

Hay gente que es marxista un tiempo, luego pasa a ser otra cosa. Y dentro de este grupo, la hay que cambia por convicción, quien lo hace por desesperación y también quien lo hace por conveniencia.

Hay, vayamos terminando, quienes empiezan siendo marxistas y entendiendo tal cosa de una determinada manera a su 18 años, y la siguen entendiendo de la misma forma a los 70.

Obviamente, José María 'Chato' Galante no pertenecía a ninguno de estos grupos.

Habría resultado un contrasentido, porque ser marxista es estar atento, fijarse constantemente en la vida y en la gente. No se trata de cambiar con la gente, sino de ver cómo la gente cambia, interpretar por qué lo hace y a dónde llevarán esos cambios. En ese escrutinio a veces se descubre la necesidad de cambiar también uno mismo parcialmente. De ajustar cosas que te parecían inmutables.

Y todo ello, por supuesto, desde una perspectiva única y, ésta sí, inalterable: hacer todo ello por la única razón de que quieres cambiar las relaciones sociales, incluidas necesariamente las de producción, en todo el mundo. Que dicho así parece un tanto infantil, pero por ese infantilismo han muerto millones de personas, y a tantos muertos no se les puede despreciar con tan sucinto juicio.

A todo lo antes dicho, hay gente que le añade un ingrediente especial, una rara especia por la que sí que habría valido la pena lanzarse a un océano desconocido para encontrar la ruta occidental a las Indias. Es un ingrediente que en algunos destella unas pocas veces, unos años quizás, pero muere al poco. En otros casos dura algo más, pero no lo suficiente para que su recuerdo permanezca siempre. En contadísimos casos dura toda la vida, y quienes así lo atesoran son recordados para siempre. Brecht lo nombró de otra forma, pero llegó a la misma conclusión.

Ese ingrediente es la pasión. Una especia que sazona el guiso del marxismo como deben hacer las buenas especias: dando sabor a todo sin que se aprecie por sí misma.

José María 'Chato' Galante, según pude ver al conocerle a lo largo de muchas décadas, era un marxista de los atentos a la vida, a cómo cambia la gente y el mundo, dispuesto a interpretar esa evolución y a sacar consecuencias de ello. El Chato de los años 70 no era el mismo que el de la década pasada, claro está. Había ganado en matices, pero no había dejado nunca de ser alguien capaz de interpretar vivencias muy personales a la luz de la razón. Explicando la tortura que una despreciable excrecencia humana le infligió, a él y a otros muchos y muchas, con la clarividencia propia de quienes han aprendido a reflexionar y a interpretar la realidad como manera básica, radical, de entender el marxismo.

Pero, sobre todo, tras varias enfermedades muy graves y después de 70 años al timón de su propia vida (a la que nadie más pudo gobernar), Chato siguió añadiendo la especia de la pasión en el guiso de esa vida suya. Tanto que no le importó arrostrar un cansancio seguramente infinito rodando por el planeta, de Madrid a Buenos Aires y a Bruselas o a donde fuera (incluyendo al modesto rincón de Rivas Vaciamadrid, gracias Chato), con tal de salpicar a unos con su convicción y a otras con su recia franqueza.

Una roca mirando de frente al mar, a la vida. Pero incluso a la roca la desgasta el mar.

Descansa en paz, compañero.




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