Macarrones



Hoy llego tarde a una cita. Debía haber escrito ayer, pero una campaña electoral lo hizo imposible, ya ven ustedes. Ayer fue, una vez más, 25 de abril. Ni siquiera tuve tiempo de comprar los claveles rojos que los últimos años he buscado, la mayor parte de las veces a la carrera, para ponerlos bien visibles en algún lugar donde la gente note que no se me olvida esa fecha.

Pero llegar tarde a las citas tiene una ventaja: puede uno reflexionar mejor sobre el sitio o el recuerdo al que te diriges. Sabedor ya de que quedas mal con la Historia, se te hace menos relevante el retraso con tu historia, porque la historia de uno es relativamente larga, y el retraso siempre es relativamente pequeño.

La Revolución de los Claveles fue la última revolución europea, y fue todo un anticipo de los tiempos que llegarían después. El término revolución, en realidad, no se ajusta exactamente en este caso de Portugal al sentido original que en el campo de la izquierda se le ha dado. No hubo en ese país un desmantelamiento del régimen económico ni social, sino solamente del político. Sin cambiar radicalmente esos tres factores, malamente se puede hablar de revolución.

Pero, claro, terminar con el régimen fascista de Salazar fue todo un hito que presagiaba y animaba a la defenestración del régimen homólogo de Franco. La izquierda española vio en la muerte de aquel régimen el anuncio del final del que se vivía en nuestro país.

No fue así. En realidad, murió mucho más el impulso revolucionario, o como mínimo renovador, que existía en buena parte de la sociedad española en aquellos momentos, que el régimen al que pretendía dar muerte.

Y sin embargo, cuarenta años después, las cosas pueden cambiar de nuevo. Tanto es así, que quienes viven a gusto en el actual régimen sienten la tentación de armarse con las mismas armas que usaron durante la dictadura de Franco: los matones chabacanos y paletos de Vox son el remedo de los niñatos de Fuerza Nueva de aquella época. Pero vuelve a haber también millones de personas que apuestan por cambiar las cosas y seguir adelante.

Y es que la muerte, como decía Marcelo Mastroianni en "Macaroni", es insignificante, dura apenas el segundo en que se produce, mientras que la vida dura, precisamente, toda una vida. Ettore Scola reforzó ese pensamiento en las últimas secuencias de su película, dotando al protagonista italiano de la facultad de resucitar. Y de hacerlo como cosa habitual, casi sin darle importancia, con la misma normalidad que la familia del personaje de Mastroianni otorga en el film a su resurrección, con una comida de celebración anticipada a base de macarrones, de lo que saben que sin duda ocurrirá: que el viejo Antonio hará sonar su campanilla y la vida comenzará de nuevo, terca y duradera, para dejar a la muerte reducida a un anecdótico intermedio entre resurrección y resurrección.


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